por Elsie R. de Powell
Con su estilo literario, a la vez ágil y profundo, la profesora Elsie Powell nos conduce a reflexionar sobre el modo en que vivimos nuestra religiosidad, y nos confronta con el modelo vivencial y auténtico que nos dejó Jesús.
Todos conocemos «el sÃndrome del lunes»: el momento en que después de haber pasado un domingo activamente involucrados en cultos, alabanzas, oraciones y participación de sÃmbolos, tenemos que «descender» al llano de las actividades mundanas, como hacer compras o interactuar con compañeros de trabajo. Se nos exige otro lenguaje, otros códigos de comportamiento: los normales y cotidianos.
O podrÃa sucedernos al revés. Épocas en las que sufrimos «el sÃndrome del domingo», cuando -después de una semana activa de participar en proyectos y planteos concretos de la vida laboral, ingresamos al salón de cultos y nos parece vivir la irrealidad de una serie de ritos extraños, en un lenguaje totalmente esotérico. ¿Es inevitable vivir esta escisión entre mundanidad y «religiosidad»?
Antes de intentar contestar la pregunta pasaré memoria a la forma personal en que el término se fue plasmando en mi conciencia y tomando connotaciones cambiantes y a veces contradictorias a lo largo de mi vida.
Lo primero que recuerdo es «la clase de religión», aquélla de la que nos excluÃan cada semana a los dos alumnos judÃos y a mÃ, a pedido de nuestros padres. El banco más próximo de la galerÃa nos retenÃa 45 minutos fuera del aula, en silencio y espera. Una situación un tanto incomprensible para nosotros y por eso atemorizante. Mientras nos quedábamos allà muy quietos, escuchábamos el murmullo bien audible de los rezos que aprendÃa el resto de los chicos del grado. Yo sentÃa una mezcla difÃcil de marginación y rebeldÃa callada. «Se persignan» decÃa con aire de superioridad, como si fuera una traición a Dios mismo.
Más tarde, en el secundario, vino el lenguaje cargado de pasión acerca de la enseñanza laica y la enseñanza «religiosa». PercibÃa la belicosidad de las discusiones en el ambiente nacional, cuando un frente unido y heterogéneo trataba de defender con marchas y protestas el laicismo en la enseñanza. Lo hacÃa en nombre de la democracia progresista. La palabra «religión» se me volvió entonces más maléfica aún: la gente religiosa era enemiga de la libertad, pensaba.
Asà fue cómo adquirió poco a poco ese tinte peyorativo en mi conciencia. «Religión» era lo que tenÃan los otros. «Nosotros tenemos a Dios». Me acostumbré a contestar que: «no pertenecemos a ninguna religión», cuando se me preguntaba por la mÃa.
¿Es inevitable vivir esta escisión entre mundanidad y «religiosidad»?
Pero las cosas empezaron a complicarse. Las clases de historia del secundario fueron las primeras que me alertaron de pertenecer no sólo a «la verdad» o al «pueblo de Dios», sino a la herencia religiosa protestante, y pertenecer a una forma histórica entroncada con la Reforma.
Descubrà difusamente mis antepasados religiosos, y tuve que admitir que no habÃamos aparecido por generación espontánea. Mal de mi agrado comencé a responder que éramos sÃ, una expresión religiosa (para que me entendieran): la evangélica. «Pero en realidad…» y allà aprovechaba para degradar el concepto de «religión».
Pero la universidad fue el campo de batalla donde más bajas experimenté. Fui saliendo maltrecha y con heridas difÃciles de curar. Por ejemplo, al cursar Introducción a la PsicologÃa, una de las primeras materias, el profesor daba cátedra a unos 100 alumnos en el anfiteatro y, hablando de la estructura psÃquica, la primera semana ya nos advirtió: «El alma no existe.
Es un resabio del lenguaje religioso». Recuerdo que tomaba apuntes y levanté la mirada un segundo, sorprendida, para agregar rápidamente: «dice el profesor». No estaba segura de lo que habÃa querido decir, pero el resto del año bastó para entender muchas cosas. Entre los sÃntomas patológicos más recurrentes estaba… la religiosidad. El profesor nos dio a leer algunos textos clásicos de Freud, y nos machacó acerca del daño de los complejos heredados de una defectuosa comprensión de la realidad, que erigÃa en dios al padre castrador…
Las otras materias contribuyeron al proceso. En Introducción a la SociologÃa la religión estaba permanentemente vinculada al oscurantismo de la Edad Media y, más tarde, en la Modernidad, a la explotación. Sólo el avance incontenible de la ciencia vencerÃa la batalla. Los escritos de Marx eran claros: Para luchar contra las injusticias era preciso erradicar el principal escollo: el opio de la religión. Las ideologÃas de los dominadores siempre apelaban al lenguaje religioso para justificarse, y sólo se las podÃa desenmascarar cuando se acabaran los vapores adormecedores del lenguaje «celestial».
Pero esa misma estrechez agresiva me parecÃa extraña, y tornaba sospechosos algunos de sus argumentos. Los psicólogos y sociólogos parecÃan decir muchas cosas acertadas, pero pasado un lÃmite parecÃan ellos mismos ser los portadores de complejos y resentimientos hacia Dios.
Mucho más sutil e insidiosa fue la materia que parecÃa defender el sentimiento religioso: FenomenologÃa de la religión. LeÃamos todo lo que habÃa acerca de «la experiencia religiosa». TenÃamos que definir filosóficamente «lo sagrado» y algunos textos, como el de R. Otto y William James parecÃan abarcar con gran hondura las facetas de esa experiencia.
Pero inadvertidamente, esas hermosas descripciones del fenómeno religioso se habÃan generalizado tanto que estábamos en compañÃa de chamanes, budistas, sacerdotes chiÃtas y brahamanes. Adoradores de dioses que nada tenÃan que ver con el mÃo. Pero actuaban igual que yo: oraban, hacÃan ayunos, meditaban, sentÃan éxtasis de gozo, lágrimas de comunión mÃstica… ¿Cuál era mi identidad? ¿Dónde me diferenciaba de ellos?
Como en otras crisis de mi crecimiento espiritual, busqué la figura de Jesucristo: Necesitaba desesperadamente observarlo, reconsiderar sus palabras, sus gestos. ¿Era él religioso? Si lo comparaba con los fariseos -religiosos por antonomasia-, no. Tampoco respondÃa claramente a la figura de los sacerdotes de su época, con su legalismo y sus ritos elaborados. Ni encajaba del todo con la de los profetas, siempre angustiados y sin entender todo lo que pasaba, aparte de su mensaje.
Jesús era distinto, casi normal. Otros teólogos decÃan que su inserción en la vida de su pueblo habÃa sido la de sacudir polÃticamente los cimientos de las estructuras sociales. Pero…tampoco era polÃtico. Al lado de los «polÃticos» de su época sà mostraba resonancias claramente religiosas que aquéllos no tenÃan. Hablaba con Dios y en nombre de Dios. Oraba. HacÃa milagros y perdonaba pecados en lugar de emprender reformas o revoluciones sociales. Entonces…¿era o no era religioso?
Poco a poco me di cuenta de lo que su religiosidad significaba. No mostraba el sÃndrome del lunes. Cada dÃa, cada hora, y cada minuto, estaba en comunión con el Padre. Su comida era ésa. No habÃa nada escindido en su personalidad. Levantar un niño en brazos, o hacer una pesca abundante, transfigurarse ante los discÃpulos, o hacer un fuego y dorar un pescado para un desayuno después de una resurrección, estaban inscriptas en un solo libreto. Participaba de la vida de Dios como quien respira el aire de cada dÃa.
Quise ser asÃ, natural, espontáneamente llena de impulsos hacia Dios…y fallé. Mordà el polvo de la derrota. Necesité como todos, del pasaje de iniciación a la vida «religiosa». Reconocer que sólo con otros, me llegaba el efecto renovador de los sÃmbolos del pan y el vino para revitalizar mi fe. Reconocer la necesidad de hábito disciplinado de la oración compartida para no vaciarme de su presencia. Necesitaba de la comunión de mis hermanos para aprender de ellos y de sus experiencias religiosas.
SÃ. Necesitaba un espacio sagrado en mi alma para concentrarme, aunque la psicologÃa me lo negara.
Un dÃa comentaron en mi trabajo que yo era una persona «religiosa». Sin poder evitarlo me sentà abatida y avergonzada. ¿No podÃan haber dicho que veÃan en mà simplemente a una persona de fe? TodavÃa no me gustaba aceptar ese calificativo.
Reconocà que sólo con otros, me llegaba el efecto renovador de los sÃmbolos del pan y el vino para revitalizar mi fe.
Y todavÃa me cuesta. Procuro, sà procuro, ser tan natural como era el Señor. Un peregrino en tierra de nadie, camino a una nueva realidad, que no será «religiosa» porque será la única vivible. Ni siquiera habrá templos. La presencia real de Dios nos acompañará, como hoy nos acompaña el calor del sol. Y la «religación» (1), raÃz de la palabra que tan poco me gusta, habrá perdido su sentido y su necesidad.
Después de haber escrito estas reflexiones sobre la religiosidad me di cuenta de que en realidad el problema era mucho más complejo y quedaban demasiadas cosas que decir. Lo que escribà quedó archivado durante un par de meses, y habrÃa quedado allà definitivamente si no me hubiera golpeado nuevamente la angustiante paradoja que significa la vida religiosa, la vida de fe.
La metáfora del acorde disonante en música para expresar lo que se siente en una situación trágica, es conocida (2). Es sabido que una discordancia puede ser bellÃsima (mucho más que los acordes musicales comunes), y que le debe su belleza al hecho de juntar dos cosas que separadas serÃan contradictorias, pero juntas contribuyen a un acorde armónico y disonante a la vez. Es difÃcil describir lo que se siente al escucharlo, pero cualquiera con un poco de oÃdo va a saber de lo que hablo.
Pues bien: la vida religiosa es ese acorde, bellÃsimo a los ojos de Dios, mezcla de dolor y júbilo en el alma del creyente. ¿Por qué digo esto? Porque basta con tomar ocasionalmente el diario para descubrir que junto a la miseria y al fracaso de la existencia humana, hay todo tipo de logros admirables: hazañas del espÃritu humano en muchos órdenes. Aquà un deportista se supera y alcanza una nueva marca gracias a su disciplina.
Allá una mujer valiente desafÃa el orden corrupto y ejerce juicios insobornables. Aparece el libro de un escritor que nos conmueve con su análisis de la existencia humana. El premio Nobel acredita un hallazgo que tendrá consecuencias humanitarias en ciencia…y asÃ. Hay mucho de verdad y de nobleza en el mundo, y no pasa precisamente por lo religioso.
Sentimos el nudo emocional de estar viviendo una paradoja: Estar en el mundo y no ser del mundo. Ver mucha nobleza que dejamos de lado por vivir con mayor coherencia nuestra fe. Muchas verdades que quedarán inexploradas por nosotros porque queremos seguir la Verdad.
Sentimos el nudo emocional de estar viviendo una paradoja: Estar en el mundo y no ser del mundo.
Y lo trágico es tener que vivir la Verdad de una manera tan impotente, tan precaria, y tan frágil como la vivió el propio Jesús. Quisiéramos, como Juan y Jacobo -«hijos del trueno»-, poder levantar esa Verdad en alto y decir «vean, yo la tengo…». Pero no nos es dado semejante poder de convencimiento.
No podemos blandir nuestra verdad como una teorÃa capaz de competir por un premio Nobel. El relato del establo es una PoesÃa escrita por Dios en su firmamento, pero no recibirÃa la faja de los certámenes literarios contemporáneos. Y la Verdad de la encarnación y la resurrección, aunque significan la expresión metafÃsica y cientÃfica más portentosa de los tiempos, no serÃa creÃble en los congresos de ciencia.
Ser verdaderamente religioso es tener que asirse a una Verdad sabiendo que ganará a los débiles y a los que «no son», pero no a los sabios de este mundo. Una Verdad que no aparecerá como verdad excepto al corazón de los humildes. Una Belleza que seguirá escondida hasta el fin de los tiempos tras el espectáculo sórdido de una ejecución.
Y uno vive con mucha lucidez esa paradoja. Si algo define la vida de fe, es precisamente el acorde disonante y magnÃfico que Pablo describió como la muerte de cada dÃa para que la Vida de Dios se haga presente.
maravilloso queridos hermanos, me es de fortaleza Dios los bendiga.
Totalmente de acuerdo con lo expresado en esta columna legalmente siendo muy religiosos /as no nos permite llevar a Jesus, porque nos pasamos cumpliendo leyes y juzgando a otros que significa estar solo en el mundo o sea ciudadanos del mundo cuando que lo verdaramente importante es tener es él señor en nuestra vida cotidiana.
Muy exelente comentario para la gente que pertenecemos al area Mèdica y nos entrentamos a este dardo gracias a Dios siempre da la victoria y sale vencedor amen…bendiciones
La vida cristiana, es la vida misma diaria , minuto a minuto,andar traslos pasos del Señor, no solo ser cristianos de dias Domingos o de cultos especiales, lo cual me pà rece una religiosidad falsa. Ser cristiano es ser normal, pero con el caracter que tuvo Jesús, Amor y Compasión.
hermanos gracias a dios por su palabra de reflexion y como dice papa dios que no quiere religiosidad el quiere que tengamos cultura en cristo jesus y noser religiosos falsos los exorto para seguir adelante en este proyecto y que dios se siga manifestando enm sus vidas dios los bendice amen y amen.