por SAMUEL ESCOBAR
EN HONOR A LA VERDAD, y sin falsas humildades, confieso que no soy un hombre de oración, pero que desearía serlo. Los pocos hombres de oración que he conocido no son de esas personas que hablan mucho sobre la oración o que destilan espiritualidad. Son por lo general gente muy activa y disciplinada, pero que tienen cierto recato cuando nos hablan de sus oraciones.
Lo que me impresiona de ellos sin embargo, es la alegría, naturalidad y facilidad con la cual, cuando estamos en su presencia, nos entregamos con ellos a la oración; sea ésta la gratitud por el bien recibido, la intercesión por el hermano, el arrepentimiento por falta confesada o la petición frente al problema discutido. Hay también ciertos momentos de la vida, ciertas instancias cuyo recuerdo atesoro porque la memoria de ellos me han ayudado en una renovada comunión con el Padre.
Fue en Lima, allá por 1954. Mi iglesia se preparaba para recibir la visita del evangelista argentino Rodolfo Sambrano. Local, música, organización, todo estaba en marcha. Los jóvenes decidimos tener una vigilia de oración. Allá por la medianoche uno de nosotros detuvo la oración para contarle a los demás de un pequeño desliz en las finanzas de la organización juvenil. Eso fue el comienzo de un tiempo de confesión.
Por supuesto que hubo emoción y lágrimas. Pero no era eso lo que predominaba, sino una clara sensación de que el Señor nos llamaba a una experiencia de confesión y purificación. Había llegado a ser un sentir común, sin ninguna preparación o predicación previa. Varias veces he visto repetirse el fenómeno. Inolvidable, por ejemplo, en 1963 en Brasil. Durante un retiro pastoral con Stanley Jones, varios pastores y misioneros confesaron pecados de larga data, y se arrepintieron en público. El recuerdo de aquellos hombres maduros llorando y reconciliándose, renueva en mí la esperanza cada vez que tomo conciencia de la necesidad de que mi vida o la de mi iglesia se purifique para el servicio. A ello me exhorta Hebreos 13:11-13.
En el aeropuerto de Heatrow, Londres, 1966. La neblina ha causado una demora de casi cuatro horas en mi vuelo. Miles de pasajeros están esperando que se normalice el tráfico, sentados o caminando de un lado para el otro por el hall y los vastos pasillos. Desde lo alto de una escalera contemplo el espectáculo de esta muchedumbre y de pronto me sobrecoge el alma una sensación casi de espanto.
En esta multitud pupulan asiáticos, africanos, europeos, sudamericanos, muchos de ellos con trajes típicos; de todas las edades y razas; ricos que se van de vacaciones al Caribe y pobres inmigrantes pakistanes, famélicos, barriendo silenciosamente el piso. Aquí está toda la humanidad, y lo que me sobrecoge es pensar en el destino de cada uno, en su relación con Dios, en las posibilidades que tiene realmente el Evangelio de alcanzar a cada uno que por aquí transita con su propio mundo y su historia. Es una inmensidad que da vértigo, da casi una náusea real. De pronto me vino a la memoria el Salmo 33:
Desde los cielos miró Jehová; vio a todos los hijos de los hombres; Desde el lugar de su morada miró sobre todos los moradores de la tierra. El formó el corazón de todos ellos; atento está a todas sus obras…
Brotó entonces la oración reconocida. "Tú eres ese Dios, Señor. Yo no alcanzo a entender cómo, pero tu Palabra me dice que tú miras y amas a cada cual. Que tú no eres ese pequeño diocesito de los sectarios que sólo se interesa en la pequeña secta de ellos. Que tú eres el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, cuyos pensamientos son tan diferentes de los nuestros. Que tú sabes mucho mejor que yo sobre la vida y el destino de cada uno. Ayúdame a serte fiel en lo que sí sé que tengo que hacer en el rincón del mundo donde me has puesto para vivir y anunciar tu Evangelio. Tú cuidas del resto y de todo".
Mi padre vive en el Perú, en la ciudad de Lima. La enfermedad ha herido su cuerpo que antes era vigoroso y fuerte. Pero no su espíritu que se mantiene alerta y activo. Entre las muchas personas que sostienen en oración mi ministerio, él es quien con más frecuencia me lo recuerda. Casi cada semana una carta suya me dice, entre otras cosas, la porción de la Escritura con la cual ha estado orando por mí y por mi familia. No hace mucho estuve de rodillas con él en su pequeño escritorio.
Eran días difíciles y yo de viaje me preocupaba por mi familia. De pronto, en oración mi padre le recordó a Dios su promesa: "El ángel de Jehová acampa en derredor de los que le temen y los defiende". Frase por frase, trabajosamente, con la voz temblorosa por la reverencia, el temor de Dios, y el ansia del corazón, la voz de mi padre pedía la protección de Dios.
Con los ojos cerrados yo tenía por momentos la impresión de estar en la inmensidad del espacio y escuchar a Moisés o a David, con voces sonoras que retumbam a través de los siglos. Y así las palabras del Salmo en la oración de mi padre llegaron a ser bálsamo y tónico; esperanza firme y certeza. Palabra inspirada por Dios de la cual el corazón se apropia hoy para hablarle a Dios y pedirle que haga realidad sus promesas, como lo ha hecho fielmente siglo tras siglo.